viernes, 31 de octubre de 2008

Angelo Giuseppe Roncalli



Fue uno de los trece hijos de Giovanni Roncalli, un modesto agricultor establecido en Sotto il Monte, pequeña aldea situada a diez kilómetros escasos de la ciudad de Bérgamo, en Lombardía. Se trataba de una familia humilde, pero no paupérrima ni habituada a largas hambrunas, como se supuso durante su pontificado. Angelo Giuseppe, por su parte, estuvo siempre orgulloso de su procedencia, al tiempo que, una vez que empezó a ocupar cargos de responsabilidad, se mostró muy estricto en cuanto a las ventajas que su situación podía reportar a su familia. Como afirmó en más de una ocasión, su voluntad era la de morir tan humildemente como había nacido, y así fue: al fallecer, dejó a cada miembro de su familia poco más de 3 000 pesetas, toda su fortuna. Aunque nunca fue un estudiante brillante, obtuvo por méritos propios una plaza para estudiar teología en Roma, adonde se trasladó en 1901. Un año más tarde, sin embargo, debió abandonar los estudios para cumplir el servicio militar, lo que realizó en un cuartel de su Bérgamo natal. Tras licenciarse, regresó a Roma, donde fue ordenado sacerdote en 1904, a los veintitrés años de edad. En 1905 fue promovido a secretario particular del obispo de Bérgamo, Giacomo Radini-Tedeschi, conocido como el prelado más progresista de Italia, quien influyó poderosamente en el joven Roncalli. Durante nueve años simultaneó esta tarea con la docencia en el seminario, del cual fue nombrado director espiritual en 1918. Tras haber regresado a Roma a petición del papa Pío XI, fue nombrado obispo (1925) y designado visitador apostólico en Bulgaria, donde permaneció durante los diez años siguientes tratando de salvaguardar los intereses de la Iglesia Católica ante la Ortodoxa, mayoritaria en el país. En 1934 fue destinado a la delegación apostólica de Grecia y Turquía, gracias a las buenas relaciones que mantenía con las autoridades ortodoxas y a su ascendiente entre las minorías católicas de los países del Este. En 1944, el papa Pío XII le confió una misión de alta responsabilidad: sustituir al nuncio de París Valero Valeri, defenestrado por haber colaborado con el general Henri-Philippe Pétain, y con ello restablecer las relaciones entre el gobierno del general De Gaulle y el Vaticano, seriamente dañadas por las posiciones germanófilas defendidas por la sede parisina durante la Segunda Guerra Mundial. Su éxito en dicha tarea fue recompensado en 1953, fecha en que recibió el capelo cardenalicio y la designación de patriarca de Venecia. Cuando parecía que había llegado a su más alto destino, en octubre de 1958 sorprendió al mundo entero al ser elegido Papa. En un primer momento, se pensó que su pontificado sería de transición, dada su avanzada edad y el poco relieve que su figura había tenido hasta la fecha dentro de la curia romana, pero pronto volvió a sorprender por su deseo de celebrar un concilio ecuménico, un sínodo para las diócesis de Roma y proceder a una reforma del derecho canónico. Abrió las sesiones del concilio Vaticano II –el primero en casi un siglo– en octubre de 1962, con un discurso inaugural en el que expresó su intención de acometer una reforma de la Iglesia basada en el aggiornamento, es decir, su puesta al día. Si bien sólo se celebró una sesión bajo su pontificado, ésta sirvió para originar una apertura sin precedentes en el seno de la Iglesia Católica. El nuevo cambio de rumbo siguió dos ejes fundamentales: una actitud hacia los cristianos no católicos basada en el respeto y la tolerancia, y una posición independiente y sin alianzas en política internacional, sin participación en la férrea división en bloques de la época. Esta última cuestión encontró su fundamento político en la encíclica Pacem in terris, publicada el año 1963 y destinada a asentar la posición del Vaticano en cuestiones referentes a política internacional.

Juan XXIII, ¿un Papa masón?
Sobre todo los masones cristianos son muy proclives a considerar la veracidad de los hechos abajo narrados, los emancipados de la doctrina cristiana no abandonamos la condición escéptica para considerar probable el hecho, pero es seguro que su pontificado constituyó una primavera para la modernidad y sus políticas, relatadas hoy en una tribuna de Lino Tamayo publicada en el madrileño El País, –que reproduzco en parte– significan que otra Iglesia ajena a la Benedicto XVI es posible.

El 28 de octubre de 1958, en este día hace medio siglo, era elegido Papa el anciano patriarca de Venecia Angello Giuseppe Roncalli, que tomaba el nombre de Juan XXIII, tras casi veinte años de pontificado de Pío XII, muy criticado por su insensibilidad ante la persecución de los judíos por el nazismo, entre otras cosas.

Nada hacía pensar en la biografía del nuevo Papa que pudiera llevar a cabo cambios importantes en la marcha de la Iglesia católica, anclada en la Cristiandad medieval; pero hay quienes coinciden en que el cardenal Roncalli fue masón antes de llegar al papado y esta condición habría posibilitado poner en marcha una de las mayores transformaciones de la Iglesia católica, que pasó del autoritarismo piano al conciliarismo, del integrismo al compromiso con la historia, de la Contrarreforma a la reforma, de la Cristiandad a la Modernidad, de la alianza con el poder a la Iglesia de los pobres y del anatema al diálogo. Ponía fin a cuatro siglos de Contrarreforma, haciendo suya, sin citarla, la propuesta de Lutero ("La Iglesia debe estar en permanente reforma"), que luego asumió el concilio Vaticano II.

Según algunas fuentes no confirmadas hace unos años, un ilustre profesor, Alfonso Sierra, intentó publicar en los periódicos de la ciudad de México una copia de una supuesta acta de iniciación en una Logia de París, donde se deja constancia la iniciación Angelo Roncalli. Otra fuente indica que en el año 1935 es invitado a ingresar a una sociedad iniciática heredera de las enseñanzas Rosacruz y que tanta fuerza el dieran en el pasado Louis Claude de San Martin, el conde de Cagliostro y el conde Saint Germain. Así lo menciona Pier Carpi en su libro Las profecías de Juan XXIII, donde además menciona de pruebas documentales de la iniciación masónica en Turquía de Angelo Roncalli.

Comprobado es que en 1960 Juan XXIII da su avenencia para que se proceda la realización de estudios sobre las sociedades esotéricas e iniciáticas en sus relaciones con la Iglesia. Dos años después se desarrolla el Concilio Vaticano II, donde marcará un hito las intervenciones de monseñor Méndez Arceo, durante las 31 y 71 congregación general, en los que pidió se tratara la cuestión de la actitud de la Iglesia hacia las sociedades secretas y en concreto con la Masonería. También se levantaron voces para modificar la posición de la Iglesia con respecto a la Masonería, suprimiendo textualmente canon 2335, con lo que la Masonería quedaba libre del veto de la autoridad eclesiástica. A partir de este momento la desconfianza eclesiástica hacia la Masonería comenzaba a desaparecer para volver a imponerse desde noviembre de 1983.

Con el pontificado de Juan XXIII se inicia una era de cambios compulsivos en la historia de la humanidad, que continuaron a lo largo de la década de los sesenta del siglo pasado. Fue, por utilizar la expresión de Karl Jaspers aplicada a otra época histórica, el tiempo-eje de las utopías en el que se sucedieron importantes transformaciones de toda índole: la revolución cubana, la independencia de los países sometidos a las potencias europeas, la lucha por los derechos civiles, los movimientos de liberación en América Latina, la revolución estudiantil, la primavera de Praga, el diálogo cristiano-marxista, etc. Transformaciones todas ellas alentadas por una filosofía de la esperanza que tuvo su traducción religiosa en las teologías de la secularización, revolución, de la esperanza y de la liberación. ¡Era la utopía en acción!

Juan XXIII llevó a cabo una revolución copernicana dentro de la Iglesia católica. Con la convocatoria del Vaticano II recuperaba la tradición democrática de los concilios medievales de Basilea y de Constanza, que defendieron el concilio como forma colegiada de dirección de la Iglesia. En el discurso de apertura del Vaticano II mostró su distanciamiento de los "profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos como si fuese inminente el fin de los tiempos". Criticó las alianzas que el cristianismo había hecho, desde Constantino, entre el trono y el altar, denunciando las "ilícitas injerencias de las autoridades civiles" en el desarrollo de los Concilios ecuménicos y las acciones supuestamente protectoras de los "príncipes de este mundo" que respondían a motivaciones políticas y al propio interés, y que tantos daños generaron. Entonaba, así, el réquiem por la muerte de la Iglesia de la Cristiandad, considerada hasta entonces la única forma de realización del cristianismo, e iniciaba el diálogo con la Modernidad, a la que sus predecesores habían condenado como el Anticristo y la gran enemiga de la Iglesia.

Hizo suya la cultura de los derechos humanos, anatematizada sistemáticamente por los papas desde la Revolución Francesa, y la incorporó a la doctrina social de la Iglesia en su memorable encíclica Pacem in terris, dirigida "a todos los hombres de buena voluntad" y publicada el 11 de abril de 1963, apenas dos meses antes de su fallecimiento. Quince años después de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la ONU y tras no pocas resistencias de la Iglesia católica hacia ella, Juan XXIII la asumía en su integridad.

Su pertenencia a la Masonería aún es un misterio, pero con Juan XXIII volvió a haber primavera en la Iglesia católica, tras siglos de invernada. Pero fue una primavera corta dentro de la vida de la cristiandad, que apenas duró diez años. Luego vino, de nuevo, la larga invernada, que ya dura cuarenta años. ¿Cuándo vendrá un nuevo Juan XXIII? Tal vez en alguna logia se esté cultivando un futuro Papa que continuará con el legado de Roncalli.

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