domingo, 2 de mayo de 2010

El Secreto Indigena de los terremotos


Chile es una terraza volcánica imposible. Un territorio-nación que vive en los bordes de una placa rocosa y de cara a los abismos de otra: una rareza de habitar, sólo a condición de asumirse como siempre “en tránsito”, desde la precariedad de una vida no definitiva y en construcción constante, como si el país hubiese sido concebido como un largo y angosto camino para solo “pasar” hacia las grutas de lo alto, en una constante y eterna transhumancia. “Chile es una especie de terraza, una terraza infinita, infinitamente larga y angosta, al borde de un océano gigantesco. Esta es una proposición de infinito que es hecha a los chilenos, que ha debido darles una originalidad profunda….”, nos recordaba el escritor francés André Frossard al conocer el país el año 1987[1]. Pero la tentación es quedarse en estas tan atractivas costas (lo eran más aún -y en grado superlativo- antes del “progreso europeo”, y particularmente por su aromática selva valdiviana que casi cubría todo el territorio). Su “loca geografía” una curiosidad de la naturaleza: es un país instalado en una cornisa de roca con salida y vista al mar, inestable plataforma que pende como un balcón desde la alta cordillera andina que no deja de crecer y crecer. Porque la placa de Nazca del fondo del lecho marino empuja a la placa terrestre de sus costas metiéndose por debajo como una cuña gigantesca y obligándola a subir. Desde hace milenios, la dicha placa de Nazca, a la altura del Ecuador por el norte y hasta los hielos de Aysen por el sur, avanza hacia el continente, a su vez que la placa Sudamericana lo hace hacia el océano. En esa “pelea de titanes” –como tan curiosamente lo ha llamado una periodista científica chilena por estos días- la de Nazca “agacha su nariz para pasar por debajo de la Sudamericana, levantando a ésta última. En el punto de contacto entre ambas se genera un plano de 23 grados”.[2] El mismo Concepción hoy (luego del cataclismo del 27 febrero del 2010) se ha movido más de tres metros de su antigua posición y levantado otros dos. En esta hora, en que de nuevo toda la modernidad parece caer (techos, construcciones, antenas satelitales, puentes…) no nos damos cuenta de lo esencial.
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Porque a pesar que nuestros ojos todo lo ven en el suelo, lo que en realidad ocurre es que todo apunta a subir. Y esto es justamente lo que desde el fondo del tiempo, desde el fecundo útero del mito arcaico , saben los viejos kimches (sabios) mapuche (principal etnia del centro-sur de Chile) y que nos vienen repitiendo: en el mito mapuche de Kay-Kay y Treng-Treng. En substancia este mito afirma que en estas tierras habrá una lucha eterna entre la serpiente de lo marítimo-bajo-húmedo (Kay-Kay) contra la serpiente de lo terrestre-alto-solar (Treng-Treng). El mito afirma que cíclicamente la serpiente de las aguas intentarán anegar los montes sagrados para obligar a sus habitantes a evolucionar y subir hacia las cimas secas, empujándolos a que habiten donde les corresponden: muy cerca “de los dominios del sol”. Pero estos lugares altos, para contrarrestar el apetito de destrucción de la serpiente de las aguas, subirán más aún, estirándose unas puntas de tierra y roca hacia arriba, nunca dejándose atrapar totalmente, salvando así a un puñado de humanos despiertos. De lo contrario, Kay-Kay transformará a la mayoría de la masa indolente y poco vigilada de la costa (al respecto, es my curioso que el cerro costero más alto de Concepción se llame Chepe , del mapudungun threpe, “despierto”, ), en peces y obscuros animales marinos, tal como lo registrara la primera versión del mito que corresponde al cronista jesuita Diego de Rosales, hacia fines del 1500. Vale decir, según este mito, el precio de no subir es la involución, la degradación de la humanidad. Conviene apuntar a aquí que en la zona de Arauco y en la región de la Araucanía hay unos cuantos cerros sagrados que llevan el nombre de Treng-Treng, sitios de profunda significación sagrada para las actuales comunidades mapuches. También conviene recordar que en el antiguo Egipto, el primer islote de “entropía negativa”, el primer signo de orden vencedor del obscuro caos primordial de las aguas, es una montaña puntiaguda que emerge como protopirámide y residencia de los ocho primeros dioses -la Ogdoada- llamada extraña y coincidentemente Beng-Beng… Allí mismo , y sobre ese único triángulo seco que luego de servir de sede para “el aterrizaje” del panteón divino del Alto Egipto, cobijando como un útero de piedra a los hombres-dioses, llegará a posarse “el pájaro Beng-Beng”, el ave sagrada símbolo de la reinvención y el nacimiento evolutivo constante del iniciado, que luego pasaría a conocerse como el Ave Fénix, por su resiliente poder de renacer desde sus propias cenizas.

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Este fenómeno de la lucha cíclica de ambas serpientes, según el texto oral del mito, ya se ha repetido en otras épocas remotas, donde solo uso muy pocos elegidos, subieron a las cumbres. El mito les previno que lo hicieran ligeros de equipaje, en pareja, de a cuatro, dos parejas de jóvenes (fuerza) y dos parejas de ancianos (sabiduría), la simbólica representación de las “cuatro personas divinas de la Füta Newen , “la Gran Energía”, es decir, la Tetralogía sagrada, el Ser Supremo mapuche. El único utensilio tecnológico prescrito para el viaje ascendente es una vasija de madera, con la expresa indicación de llevarla “como olla” sobre sus cabezas, en la posición utilitaria, es decir, no de casco o “de sombrero”, como lo indicaría una lógica de emergencia. Y esto para dos fines: para protegerse del fuego y de la luz excesiva que podría abrasarlos a causa de su inaudita cercanía (”nadie puede ver a Dios en directo sin morir”) y, sobretodo, abierta hacia los dones de Arriba, hacia lo Infinito , dispuesto a recoger las gracias e iluminaciones del infinito abismo de Arriba, el Wenumapu (literalmente: “la Patria de Arriba” de donde viene la chispa de nuestro pëllu, el espíritu personal). Tal sería la razón de mantener dichas vasijas como receptáculo: cambiar el esquema de los frutos de la tierra y de las aguas y ahora acompañarlos de una nueva “dieta”: los rayos del sol y de los mensajes de las estrellas. Porque vivir será ahora, -luego de la gran Crisis del maremoto- un alimentarse con las comunicaciones del Cielo.
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A esta altura, y aparte de revelarnos un par de trascendentes motivos del sentido de la vida humana (la evolución hacia la Luz de lo Alto) y el por qué venimos a existir como humanos en esta terraza o inestable balcón de tierra volcánica llamada “Chile”, el mito mapuche nos revela el sentido de un desastre, la razón secreta de la catástrofe. Cada vez que ocurra un terremoto o maremoto en la tierra chilena es un una clase magistral de la pedagogía divina reeditada, de la Füta Newen cósmica: viene y se produce ( ¿o se “nos envía”?) para reordenar una falsa existencia que ya no tenía casi nada de humana y que corría el gran peligro de traicionar su esencia, tornarse en fuerza ciega e involutiva, en alimento para que lo humano sea digerido por los jugos gástricos de los intestinos marinos de Kay-Kay. Dicho sea de paso, en el quechua antiguo del Perú (idioma del cual el mapudungun -la “lengua de la tierra” mapuche- exhibe muchos préstamos) Kay significa nada menos que “Dios”. Así, todo terremoto o tsunami (su ancestral aliado) viene para remediar un olvido ontológico, viene como un justiciero divino cuya misión es sacudirnos y lavarnos de la falsa identidad con que identificamos lo medular de la vida, el apego a los “placeres de la terraza playera”. El Dios Kay-Kay, así, reduplicado como una ola que se renueva, viene más bien a arrastrar a su lecho marino lo que le es suyo, lo que ya le está perteneciendo; es decir su mafin , su “pago”, su cuota de hombres que no “califican” o no suben la montaña evolutiva del Treng-Treng, los que se animalizaron (¿en el acuoso y bajo medio de las emociones pervertidas?). Porque solo este sacudón, esa imprevista violencia telúrica para hacer caer los espejismos (¿a quién en Chile alguna vez no se le ha quebrado un espejo?) y una vez despojados de las mentirosas falsas prioridades, puede hacernos marchar hacia los cerros sagrados del Tren-Treng, símbolo del Wenumapu, “la patria de Arriba”. (Entonces ¿cómo no acordarse, a esta altura, de la aseveración de Novalis, el romántico alemán, que una vez dijera con ancestral intuición que “cada desastre de la naturaleza es el recuerdo de una patria superior”?). También –y dicho sea de paso- el origen latino de la palabra “desastre”, tiene que ver con “descaminarse de la ruta del astro”, de la singladura de la propia estrella. Es decir, caemos en el desastre cuando nos apartamos de nuestro astro propio, cuando dejamos de conectarnos con el mundo superior de nuestra misión, de nuestra estrella singular…

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