miércoles, 20 de agosto de 2008

Persia, antigua alma de Irán


En una escalinata de Persépolis, un león derriba un toro: antigua metáfora intercultural del poderío real.
Foto de Simon Norfolk

Un glorioso pasado inspira a una nación en conflicto

Lo más impresionante de las ruinas de Persépolis, ciudad persa al sur de Irán incendiada tras la conquista de Alejandro Magno, es la ausencia de imágenes violentas en lo que queda de sus muros de piedra. Los bajorrelieves muestran soldados que no combaten, armas enfundadas: en suma, emblemas que sugieren un pasado muy humanitario, grupos de individuos de distintas nacionalidades congregados pacíficamente. En una era afamada por su barbarie, parecería que Persépolis fue un asentamiento bastante cosmopolita y, para muchos iraníes modernos, las ruinas son un imponente recordatorio de lo que fueron e hicieron sus antepasados.

El registro histórico del país se remonta a 2500 años y culmina en la actual República Islámica de Irán, surgida en 1979 luego de una revolución inspirada en gran medida por clérigos conservadores que expulsaron al sha, apoyado por Occidente. Se trata muy posiblemente de la primera teocracia constitucional del mundo moderno y, a la vez, de un grandioso experimento: ¿Es posible dirigir a un país de manera eficaz con religiosos que imponen una versión extrema del islam a un pueblo empapado de un rico pasado como el persa?

Aunque fue un imperio, Persia también es considerada, en cierta medida, como una de las civilizaciones más gloriosas y benevolentes de la antigüedad y, por ello, me preguntaba cuán identificado estaba el pueblo con el aspecto de su historia que ilustran los frisos existentes. De modo que, durante dos visitas el año pasado, me dediqué a explorar el significado del gentilicio “persa” para los iraníes, quienes sufrían el repudio de la comunidad internacional, cuya cultura ha sido satanizada por el cine occidental y cuyos líderes, en la creciente guerra verbal con Washington, D. C., son representados como peligrosos terroristas en potencia, decididos a construir “la bomba”.

Es imposible definir la identidad iraní como lo uno o lo otro pues, en términos generales, es una paradoja en la que coexisten elementos persas, islámicos y occidentales. No obstante, hay una identidad persa que nada tiene que ver con el islam y que, al mismo tiempo, se ha fusionado con la cultura islámica. Además, quería hacer un reportaje sobre los iraníes que, al menos en parte, conservan un vínculo con sus raíces persas. ¿Acaso quedan vestigios de la naturaleza persa, tan amante de la vida (y del vino, el amor, la poesía y el canto), entreverados en la trama de abstinencia, oración y fatalismo que solemos relacionar con el islam?

SUPERVIVENCIA AL ESTILO PERSA

Teherán, la capital iraní, es una metrópoli bulliciosa y contaminada al pie de los Montes Elburz. Muchos de sus edificios están construidos con diminutos ladrillos claros y circundados por barandillas de metal que les confieren el aspecto de pequeños complejos alineados uno tras otro y separados sólo por nuevos proyectos de construcción y parques. La ciudad conserva algunos jardines hermosos, parte del legado persa, así como cotos privados con árboles frutales, aviarios y estanques ornamentales para peces, todo ello floreciendo entre los muros de ladrillo.

Durante mi estancia, habían arrestado a dos académicos estadounidenses de origen iraní que volvieron para visitar su patria, acusados de fomentar una “revolución de terciopelo” contra el gobierno. Y, aunque finalmente fueron liberados, algunos estadounidenses preguntaron si no temía encontrarme en Irán, sin duda, con base en la suposición de que también corría el riesgo de terminar en la cárcel.

Sin embargo, estaba allí como huésped y en Irán los invitados gozan de la consideración más alta, de los frutos más dulces y los sillones más mullidos: todo ello gracias a un complejo sistema de cordialidad ritual llamado taarof, que rige las sutilezas de la vida iraní. Hospitalidad, cortejo, asuntos familiares, negociaciones políticas: taarof es un código tácito para las relaciones interpersonales. El vocablo deriva de la raíz árabe arafa, que significa conocer o adquirir conocimiento de algo, pero la idea de taarof (humillarse para enaltecer a la otra persona) es un principio puramente persa, explicó William O. Beeman, antropólogo lingüista, quien describe el concepto como “una competencia de humildad”, aunque de exquisita elegancia y que hace posible que “las personas, paradójicamente, se traten como iguales” dentro de la estricta jerarquía social iraní. La gente, en todas partes, se esforzaba por halagarme y asegurar que todas mis necesidades quedaran satisfechas. No obstante, el esfuerzo de complacerme era a veces tan evidente y rechazaban tantos de mis ofrecimientos (también de manera obvia) que me daban la impresión de que ocultaban sus verdaderas intenciones. En el taarof se require en un alto grado de intuición y diálogos amables y superfluos en los que ambas partes intercambian súplicas y negativas hasta que se revela la verdad.

Mostrarse refinados y aparentemente sinceros, sin manifestar los verdaderos sentimientos (lo que podríamos llamar un fingimiento artístico), se considera la máxima expresión de taarof y una destreza social muy deseable. “Jamás revele su intención o su verdadera identidad –aconsejó un antiguo prisionero político iraní, quien hoy radica en Francia–. Evite exponerse al riesgo, porque nuestra historia siempre ha estado plagada de peligros”.

GEOGRAFÍA ES DESTINO

Es indiscutible que la extensa historia iraní está saturada de guerras, invasiones y mártires, incluidos los valerosos adolescentes que, durante la guerra contra Irak en los años ochenta, para despejar los campos minados, caminaban en ellos llevando consigo unas llaves de plástico para abrir las puertas del cielo. El motivo subyacente a semejante sacrificio es la ubicación. Si trazamos líneas imaginarias del Mediterráneo a Beijing, de Beijing a El Cairo o de París a Delhi, todas cruzarán el territorio de Irán, que se extiende en la región donde Oriente se encuentra con Occidente.

Y debido precisamente a su riqueza y ubicación estratégica, el país sufrió la devastación de incontables invasiones, de tal suerte que el Imperio Persa fue establecido, perdido y restablecido en varias ocasiones (por aqueménidas, partos y sasánidas) antes de sucumbir finalmente. Entre sus invasores, que incluyeron a los turcos y a Gengis Khan y sus mongoles, los más importantes fueron las tribus árabes que, enardecidas por el fervor de la nueva religión islámica, sometieron para siempre al antiguo Imperio Persa en el siglo VII de nuestra era y dieron paso a un periodo de grandeza musulmana que fue claramente persa. La expansión árabe se considera una de las migraciones más importantes de la historia, y Persia estaba en el camino. No obstante, los iraníes se obstinaron en mantener una identidad distinta de la del resto del mundo árabe y musulmán. “Irán es una nación muy grande y antigua –explicó Youssef Madjidzadeh, prominente arqueólogo iraní– y por ello no es fácil cambiar el sentir y la identidad del pueblo”.

De allí que, por ejemplo, les guste afirmar que cuando el país fue invadido, los iraníes no se asimilaron a los invasores sino todo lo contrario: los conquistadores se “hicieron persas”, como sucedió con Alejando Magno quien, luego de saquear el derrotado imperio, adoptó sus costumbres culturales y administrativas, se casó con una mujer persa (Roxana) y ordenó que miles de sus soldados hicieran lo mismo durante una ceremonia multitudinaria. Los iraníes se enorgullecen especialmente de su capacidad para mantener buenas relaciones con otros pueblos, adoptando aspectos compatibles de la cultura invasora sin necesidad de abandonar la propia. Esta adaptabilidad cultural es la esencia de la identidad persa.

BIENVENIDOS A ARATTA

Se sabe que los asentamientos humanos más antiguos de Irán surgieron hace por lo menos 10 000 años y, de hecho, el nombre del país deriva de los arios que emigraron a la región a partir de 1500 a. C. Aunque todavía no han excavado todas las capas de civilización dispersas en decenas de millares de sitios arqueológicos, en el año 2000 tuvo lugar un hallazgo que causó gran expectación cerca de la ciudad de Jīroft, en el sureste de Irán, donde las inundaciones repentinas en las márgenes del río Halil dejaron expuestas miles de tumbas antiguas. La excavación se inició hace apenas seis temporadas y todavía no hay mucho que ver. Sin embargo, han encontrado interesantes artefactos (como una cabeza de cabra en bronce, que data de unos cinco mil años) y algunos opinan que Jīroft podría ser un primitivo centro de civilización contemporáneo de Mesopotamia.

El sitio está a cargo del arqueólogo Youssef, autoridad sobre el tercer milenio a. C., quien fue director del departamento de arqueología de la Universidad de Teherán hasta que la revolución lo dejó sin empleo y tuvo que emigrar a Francia. El especialista opina que podría tratarse de la famosa tierra de Aratta, surgida en la Edad de Bronce (alrededor de 2700 a. C.) y célebre por las magníficas creaciones que llegaron hasta Mesopotamia. No obstante, hasta ahora no hay pruebas concluyentes, y otros estudiosos se muestran escépticos. ¿Qué hace falta encontrar para que resuelvan el asunto definitivamente? Youssef rió con un dejo de ironía. “El equivalente a un arco labrado que anuncie: ‘Bienvenidos a Aratta’”.

Las posibilidades de realizar excavaciones en miles de sitios inexplorados son desalentadoras pues, en Irán, el precio de los alimentos es muy elevado; no hay suficientes empleos; la burocracia es inescrutable, enorme e ineficaz, y la corrupción gubernamental (según la descripción de tres personas distintas) es un “secreto a voces”, está “peor que nunca” y se ha “institucionalizado”.

“Hay muchas carencias en el país –apuntó Youssef–, y dudo que la arqueología sea una prioridad”. Pero desde los acontecimientos en Jīroft, “todas las provincias tienen interés en excavar y cada aldea quiere darse a conocer por todo el mundo, igual que Jīroft. Es una cuestión de orgullo, de gran rivalidad”.

Youssef se arrellana cómodamente en un sillón tapizado con piel sintética en la oficina de su editor y reflexiona sobre las causas de la idiosincrasia iraní. Como en muchas otros casos, concluye, la geografía ha sido un factor determinante porque, cuando los iraníes eran avasallados una y otra vez, “¿adónde podían ir? ¿Al desierto? No tenían dónde esconderse”. Así que optaron por quedarse, mantener buenas relaciones, fingir y hacer taarof. “Son costumbres muy arraigadas”.


NOSTALGIA DE SUPERPOTENCIA


Un legado de la antigüedad que ejerce tremenda influencia en la psique nacional es que los conceptos de libertad y derechos humanos bien pudieron originarse no en la Grecia clásica sino en Irán –incluso ya en el siglo VI a.C.– bajo el régimen del emperador aqueménida Ciro el Grande, quien estableció el primer Imperio Persa y sentó las bases para convertirlo en el reino más grande y poderoso de la Tierra. Entre otras cosas, se afirma que Ciro liberó a los judíos esclavizados en Babilonia en el año 539 a. C. y los envió de vuelta a Jerusalén para que reconstruyeran su templo con dinero que él proporcionó, fundando así lo que se ha llamado como el primer imperio de tolerancia cultural y religiosa del mundo. A la postre, el Imperio Persa consistía en más de veintitrés pueblos distintos que coexistían en paz bajo un gobierno central, localizado originalmente en Pasargadas, un reino que, en su cenit y bajo la tutela de Darío, sucesor de Ciro, se extendía del Mediterráneo al río Indo.

En consecuencia, podríamos afirmar que Persia fue la primera superpotencia mundial.

“Sentimos nostalgia de volver a ser una superpotencia –confiesa Saeed Laylaz, analista económico y político de Teherán–, y las ambiciones nucleares del país tienen relación directa con ese anhelo”. El país sigue enriqueciendo uranio con el argumento de que sólo desea producir combustible para sus plantas de energía nuclear, pero se sabe que el uranio enriquecido es también un ingrediente primordial para la bomba nuclear.

Como disuasión, Naciones Unidas ha impuesto sanciones económicas cada vez mayores, pero el presidente Mahmoud Ahmadinejad, conservador de línea dura, no cede y al mismo tiempo lanza críticas amenazadoras contra el cercano Israel y niega el holocausto.

“Alguna vez el país tuvo el triple de la superficie actual y fue una superpotencia estable durante más de mil años”, informó Saeed. Antaño, el imperio abarcó los territorios actuales de Irak, Pakistán, Afganistán, Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán, Turquía, Jordania, Chipre, Siria, Líbano, Israel, Egipto y la región del Cáucaso. “Las fronteras han cambiado con el transcurso de los siglos, pero esta nostalgia de superpotencia, que tanto se contradice con la realidad –prosiguió–, se debe a la historia”.

Y el fundamento de esa nostalgia es nuevamente Ciro y, en particular, algo denominado el Cilindro de Ciro (tal vez el artefacto más venerado de Irán), hoy albergado en el Museo Británico de Londres y del cual se conserva una réplica en la sede de Naciones Unidas en la ciudad de Nueva York. El cilindro parece una mazorca de barro inscrita con un decreto en signos cuneiformes, el cual se ha descrito como la primera carta patente de derechos humanos, con una antigüedad que antecede en 2000 años a la Magna Carta Liberatum. Puede interpretarse como un llamado a la libertad religiosa y étnica, pues prohibía toda forma de esclavitud y opresión, la toma de propiedades por la fuerza o sin compensación y daba a los Estados integrantes el derecho de someterse o no a la corona de Ciro. “Nunca elijo la guerra para reinar”.

“Para conocer Irán y lo que es en realidad, basta leer esa declaración de Ciro –señaló Shirin Ebadi, abogada iraní galardonada con el Premio Nobel de la Paz en 2003–. La grandiosidad del cilindro se ha manifestado muchas veces en Irán pero el mundo no lo sabe –explicó–. Cuando viajo al extranjero, la gente se sorprende mucho al enterarse de que 65 % de nuestros estudiantes universitarios son mujeres, o al ver pinturas y ejemplos de la arquitectura iraní. Juzgan nuestra civilización sólo por lo que han oído en los últimos 30 años”: la revolución islámica; la limitación de las libertades personales, sobre todo para las mujeres; el programa nuclear; y el antagonismo con Occidente. Pero nada saben de los milenios precedentes, agrega; de lo que padecieron los iraníes para mantener su identidad durante las invasiones ni lo que hicieron para conseguirla.

Por ejemplo, dijo, luego de la llegada de los árabes y la conversión al islam, “con el tiempo nos adherimos a la secta chiita, distinta de la de los árabes, que son sunitas”. Seguían siendo musulmanes aunque no árabes. “Éramos iraníes”.

De hecho, lo primero que dijeron muchos cuando pregunté qué querían dar a conocer al mundo fue: “¡No somos árabes!”, exclamación seguida inmediatamente por: “¡No somos terroristas!”. En general, piensan que los árabes que conquistaron su país eran vulgares beduinos que vivían en carpas, sin más cultura que la adquirida en Irán y, a juzgar por la vehemencia con que aún los critican, podría pensarse que la invasión ocurrió la semana pasada en vez de hace 14 siglos.

Mi amigo iraní, un maestro de inglés llamado Ali, me explicó que la pérdida del imperio todavía era una pesada carga para la conciencia nacional. “Antes de que vinieran, éramos una potencia grandiosa y civilizada”, afirmó mientras conducíamos a su casa en las afueras de Shiraz, esquivando motocicletas y conductores temerarios. Y luego, repitiendo un adoctrinamiento muy generalizado, aunque bastante discutible, añadió: “Quemaron nuestros libros, violaron a nuestras mujeres y no pudimos hablar farsi durante 300 años so pena de cortarnos la lengua”.

EL CULTO DE FERDOUSÍ

Sin embargo, los iraníes nunca renunciaron al farsi pues, aunque la lengua nacional fue arabizada en cierta medida, el antiguo persa sigue siendo su raíz. El hombre que recibe el crédito de haber salvado de la extinción tanto la lengua como la historia nacional es un poeta del siglo X llamado Ferdousí, algo así como el Homero de Irán. Los iraníes idolatran a sus poetas, Rumi, Sa‘id, Omar Khayyám, Hāfez (cuyas obras se consideran guías para el amor y la vida, y son tanto o más consultadas que el libro sagrado del islam, el Corán), entre otros. Cuando el pueblo se encontraba oprimido por el invasor más reciente y no podía expresarse con libertad, los poetas hablaban por todos bajo el disfraz de sus versos. “A veces los ejecutaban –informa el arqueólogo Youssef–, pero no por ello dejaban de escribir”. Por tal motivo, aunque el Irán moderno es hogar de muchas lenguas y culturas ajenas al persa (turkmeno, árabe, azerí, baluchi y kurdo, entre otras), “todos podemos hablar farsi –continúa–, que es una de las lenguas vivas más antiguas del mundo”.

El héroe-poeta Ferdousí, devoto musulmán que resentía la influencia árabe, invirtió 30 años en la redacción de una historia épica llamada Shahnameh o Libro de los Reyes, en la cual utilizó un mínimo de palabras derivadas de árabe. Su panorama de conflictos y aventuras reseña la historia de 50 monarquías (ascensos al trono, muertes, frecuentes abdicaciones y derrocamientos) y concluye con la conquista árabe, la cual describe como un desastre. Rostam, el personaje más famoso de la obra, es un caballero de valor e integridad, un salvador nacional y “héroe astuto”, señala Dick Davis, erudito persa de la Universidad Estatal de Ohio y traductor al inglés de la epopeya Shahnameh. “Los mitos iraníes se basan en las historias de Rostam –afirma–. Es así como se perciben los iraníes”.

Los relatos giran en torno a reyes rivales y héroes-defensores, los cuales siempre son moralmente superiores a los reyes a quienes sirven y encaran los dilemas de cualquier hombre de bien que vive bajo un gobierno perverso o incompetente. La obra se basa en la premisa de que quienes tienen las mejores condiciones éticas para gobernar son, precisamente, los más reacios a tomar el mando y prefieren dedicarse a los quehaceres más fundamentales de la condición humana: la naturaleza de la sabiduría, el destino del alma y el misterio de los designios divinos.

El original de Shahnameh se perdió hace mucho y sólo quedan copias, como la del museo del Palacio Golestan, de Teherán, cuya encargada, una encantadora joven de nombre Behnaz Tabrizi, despejó una amplia mesa que cubrió con un lienzo de fieltro verde. A continuación, sacó una caja negra de la caja de seguridad de una habitación blindada, equipada con controlador de clima y alarmas contra incendio y terremotos. Como suelen hacer los iraníes (cuando tienen oportunidad), realizó una pequeña ceremonia extendiendo un segundo lienzo de terciopelo rojo sobre el mantel verde. Tuve que ponerme cubrebocas para evitar que la saliva y la condensación del aliento contaminaran el manuscrito, y Behnaz se colocó un par de guantes blancos de algodón. Abrió la caja con cuidado y extrajo el libro, que data aproximadamente de 1430, y con extrema delicadeza volvió las páginas con las puntas de los dedos mientras yo estudiaba con lupa las 22 ilustraciones que componen la obra. Los dibujos representaban escenas arraigadas profundamente en la memoria cultural colectiva: un personaje amarrado a un árbol y aguardando su destino; Rostam matando, sin saber, a su hijo Sohrab durante una batalla; jinetes con lanzas combatiendo contra los invasores a lomo de elefante; todo ello ejecutado con enorme precisión e intenso colorido, utilizando tintas fabricadas con polvos de piedra mezclados con el líquido extraído de pétalos machacados.

Afirman que casi cualquiera, sin importar su nivel educativo, puede recitar poemas de Ferdousí, y a menudo organizan lecturas en universidades, viviendas o en las tradicionales casas de té.

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