martes, 16 de junio de 2009

La crucificion en las Filipinas





Cerca de 20 penitentes fueron crucificados y otros cientos se flagelaron la espalda en los espectáculos que cada año se celebran en pueblos del norte de Filipinas. Quizás, la más polémica de las actividades de Semana Santa llevadas a cabo en todo el mundo es la que se realiza en San Pedro Cutud, Filipinas, el único país asiático de tradición católica. Cada Viernes Santo, un ?Mesías? escogido es llevado por la guardia romana ante Poncio Pilatos y juzgado por éste. El condenado deberá recorrer su propio Vía Crucis de dos kilómetros, con la correspondiente cruz a cuestas y una auténtica y dolorosa corona de espinas, acompañado por un centenar de penitentes encapuchados que cargan el ambiente al compás de la flagelación de sus desnudas espaldas.
Miles de personas, entre devotos, curiosos y periodistas de todo el mundo, se reunieron alrededor del Gólgota filipino para observar una procesión casi carnavalesca en la que los romanos que custodian al crucificado portan armaduras y lanzas de plástico y las tres Marías que lloran al “kristo” filipino se visten con telas brillantes de colores.

“Algunos creen que serán perdonados por Dios por hacer estos sacrificios pero no necesitan herirse para conseguirlo. Yo no cuestiono su fe pero no los animo”, indicó monseñor Ricardo Serrano de la catedral de San Fernando, la capital de la provincia de Pampanga.

Las calles de San Pedro de Cutud (Pampanga), al norte de Manila, se tiñeron este viernes de rojo sangre al paso del centenar de flagelantes que precedió la crucifixión de 18 filipinos, 16 hombres y 2 mujeres, que cumplían así una promesa a Dios para redimirse de sus pecados.

Pero los flagelantes conforman un verdadero ejército que recorre los caminos agitando su piel con fustas de bambú y salpicando sangre por doquier.

Los niños corretean entre los penitentes y se atreven incluso a golpearlos mientras éstos, impertérritos, siguen su vía crucis con la cara oculta tras una tela amarrada al cuello y una corona de espinas.

Uno de ellos, Nardi Pasilio, de 34 años, explicó que todos los varones de su familia han participado en esta sangrienta procesión desde hace cien años y que la tradición ha ido pasando de padres a hijos.

“He ofrecido mi dolor a Dios para que perdone mis pecados”, afirmó Pasilio, quien aseguró que durante los últimos 19 años no ha faltado a esta ceremonia.

Los flagelantes recorren más de dos kilómetros hasta llegar a la cumbre donde tres cruces solitarias los esperan y ante las que se postran mezclando sangre y arena en sus ropas y en su torso desnudo.

Al mismo lugar acuden los “kristos” empujados por romanos que les zarandean durante el recorrido, y que luego les clavan a la cruz.

Una vez crucificados, rezan con sus pies y sus manos atravesados por clavos de 16 centímetros, bajo un sol de justicia, hasta que los 10 minutos reglamentarios transcurren y el siguiente penitente toma su puesto.

El primero en subirse hoy a la cruz fue Rubén Enage, de 47 años, un carpintero que se crucificaba por vigésimo segunda vez desde que en 1985 se salvó milagrosamente de la caída de un andamio y decidió cumplir esta penitencia 20 veces para agradecer su suerte.

Pero desde hace dos años cada vez que intentó dejarlo alguien de su familia se ponía enfermo así que aseguró que continuará realizando esta práctica hasta que su cuerpo pueda soportarlo.

Precisamente, Enage protagonizó una de la escenas surrealistas de la jornada cuando, ya habiendo sido clavado, en el momento en el que los romanos ponían en vertical la cruz, perdió la peluca que llevaba con la que imitaba el cabello oscuro y largo de Jesucristo.

La tradición de representar crucifixiones, aceptada aunque no apoyada por la Iglesia, llegó a Filipinas de mano de los religiosos españoles que desembarcaron en el país en el siglo XVI, indicó monseñor Serrano.

Pero “la primera crucifixión en el archipiélago que añadió a este rito la ‘panata’ o promesa, por la que el penitente se sacrifica, se produjo en San Pedro de Cutud en 1961″, cuando el curandero Arsenio Añoza creyó que la proximidad a la muerte que le podía proveer esta experiencia le permitiría adquirir poderes sagrados.

Desde entonces la superstición y la fe se fusionan en las celebraciones de la Semana Santa filipina, donde la pasión de Cristo se revive con carácter festivo.

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